sábado, 2 de junio de 2007

Ojos que no ven

Si un árbol cae en mitad del bosque y no hay nadie cerca, ¿hace ruido? Si nadie recuerda un hecho, ¿sucedió realmente? Hay ciertas cosas en este mundo o en esta vida que nos hieren. ¿Es la ignorancia un método para protegernos del dolor? Hay gente que prefiere la Verdad, por hiriente o dolorosa que sea. Otros son más felices viviendo en una verdad encubierta que les protege. ¿Qué es la Verdad, después de todo? ¿Podemos alcanzar una verdad universal, o estamos condenados a naufragar en un oceáno de verdades individuales, relativas y subjetivas? Me vienen a la cabeza las palabras de Albus Dumbledore en el primer tomo de las aventuras del joven mago de sobras conocido. La verdad es algo terrible y hermoso. Realmente la Verdad, y más concretamente, la realidad, es algo terrible. La simple constatación de una sospecha, un pálpito, una corazonada. Esa transición del mundo de lo incorpóreo, de lo etéreo a la fría realidad puede destrozar almas. ¿Quién no ha sentido en sus carnes el desgarrador abrazo de la realidad no demandada? ¿Quién no ha recibido las estocadas de la Verdad traicionera? Sin embargo, es algo hermosísimo. No hay mayor grado de conocimiento que la Verdad. Ser sabedor de la veracidad de un acontecimiento da confianza, entereza, la posibilidad de seguir adelante. Sócrates sólo conocía su ignorancia. Y era suficiente. Porque el conocimiento, por ínfimo que este sea, es una conexión a la realidad, a la Verdad. Por todo ello, me es tan difícil dilucidar las capacidades protectoras de la falta de conocimiento, de esas mentiras piadosas, de esas mentiras no piadosas, que destruyen vidas a cambio de conservar otras. Personalmente, prefiero conocer. Pero no sabría qué razones argumentar al defender mi postura. Quizá, la autonomía, la responsabilidad que la Verdad ofrece. La garantía de contar con la información necesaria, para considerarte dueño de tus actos.

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